Domingo, primavera de 1992. Dormitaba en el sofá del salón. Aunque era la pieza de la casa más alejada de la calle, ya se oía el ruido sordo y continuo del intenso tráfico de vehículos y aficionados que se dirigían al estadio Vicente Calderón. De vez en cuando, también el sonido estridente de una de esas bocinas con las que los hinchas pretenden animar a su equipo. No sé si consiguen otra cosa que destrozar los oídos de los espectadores más cercanos. Ella leía un libro sentada a mi lado. Jugaban el Atlético de Madrid y el Logroñés.
Un brutal estallido me levantó, al mismo tiempo que un cuadro se descolgaba de la pared y me golpeaba en la cabeza. Las puertas sacudieron muebles y paredes, desgarradas de sus cercos. El estruendo, mezclado con el ruido sordo de la caída de enseres y tabiques, se mantuvo algunos segundos. Un sonido, dulce, de la cristalería de los edificios de alrededor cayendo a la calle y después, nada. Ella miraba horrorizada sin poder romper a llorar.
No necesitaba más presentación. En apenas ocho meses, desde los atentados que le costaron la vida al teniente Francisco Carballar y las piernas a Irene Villa, veintinueve asesinatos más. País Vasco, Barcelona, Valencia, Murcia, Santander y Madrid, habían vivido los horrores del ultranacionalismo vasco. Todos los asesinados, iguales, les iguala la muerte. Antes, desde 1968 o quizá desde 1960 cuando moría una niña alcanzada por la explosión de una bomba que nadie reivindicó, muchos centenares y después…
En el resto de la casa, excepto en el dormitorio, los tabiques estaban reventados o caídos. El alicatado del cuarto de baño había desaparecido, sólo quedaba la fea estructura de la cámara de aire, desnuda. El cerramiento de la terraza yacía en la calle, casi irreconocible, retorcido y mezclado con restos distintos caídos de otras plantas. Incrustado entre varios libros y perforando alguno, había un siniestro trozo de chatarra negra que identifiqué como parte de la cerradura de un coche con la varilla que la une al tirador de la puerta.
Ahora ella lloraba desconsoladamente, pero sin capacidad para hablar. Al mirar abajo por el vano de la terraza, divisé un hombre de uniforme, sólo y recostado sobre la valla del Colegio San Alberto Magno. Baje rápido las escaleras desde la tercera planta. Al salir sólo se oía el silencio. Corrí sobre un tapiz de cristales rotos hacia el policía armada. Tenía una enorme herida a la altura del pulmón izquierdo y una mirada inolvidable que suplicaba auxilio y desprendía miedo. Apenas había llegado, una voz imperiosa me gritó ¡Fuera! ¡Fuera de ahí! ¡Váyase inmediatamente! ¡Fuera! ¡Puede haber otra bomba! ¡Puede ser una trampa!. Obedecí pensando que nadie mejor que él sabía lo que se debía hacer. De nuevo, silencio casi absoluto, sólo interrumpido por la rotura sobre la acera de algunos trozos de cristal que aún se desprendían de las ventanas. Me refugié en lo que quedaba de nuestra casa, con lágrimas de desolación y rabia. Esa tarde, el Atlético de Madrid ganó 2-1 al Logroñés.
Recordé esos días nefastos de mi modesto contacto directo con la experiencia terrorista, mientras leía el delicioso y único libro que escribió Mary Anne Shaffer, "La sociedad literaria y el pastel de piel de patata de Guernsey". Está redactado en forma epistolar y en una de las cartas, se relata lo que un viejo luchador de la primera guerra mundial, viendo desfilar en 1940 a las tropas de ocupación alemanas por las calles de Saint Peter Port, capital de su isla de Canal de la Mancha, le dice con las lágrimas cayéndole por la cara a una conciudadana: "¿Cómo pueden estar haciendo esto otra vez? Les derrotamos y aquí están de nuevo. ¿Como les hemos dejado que lo vuelvan a hacer?".
Me traspasa la amargura de aquel súbdito británico, la comprendo cuando pienso en la posibilidad de que el Presidente Zapatero, su Gobierno y los nacionalistas de cualquier signo que siempre acompañan en estos sucios asuntos, les dejen hacer otra vez lo mismo. Me espanta la constante repetición del actual Ministro del Interior sobre la posibilidad de que la llamada izquierda abertzale haga una declaración de renuncia a la violencia y esto les permita volver a las Instituciones. Me producen una enorme preocupación los rumores, ¿o certezas?, de un nuevo diálogo con ETA. Un nuevo engaño sería miserable. Y no me refiero a la izquierda abertzale, es decir a ETA, es su estrategia. Pero, ¿cuál es la estrategia del Presidente del Gobierno? ¿Por qué no se ha revocado la resolución aprobada en el Congreso el 17 de mayo del 2005 que permite al Gobierno negociar con ETA? ¿Por qué se ha permitido a ETA continuar en algunos ayuntamientos hasta el final del mandato?
En este panorama nacional sólo UPyD, se mantiene fiel a sus principios. Incluso el PP del País Vasco parece iniciar una senda de negociación con el PNV como ya hizo en ocasiones anteriores. Es evidente, no necesita aclaración, que el PNV no es ETA aunque esta organización terrorista surgiera de una escisión de sus juventudes. Pero también es cierto que no hay ninguna otra formación política tan favorable a la negociación. ¿Les dejaremos que lo vuelvan a hacer otra vez? ¿Permitiremos que ETA vuelva a los ayuntamientos?. Nos esforzaremos todo lo posible para que no sea así. La obsesión del colectivo Artapalo, uno de los más sanguinarios que ha tenido la dirección de ETA hasta su desarticulación en 1992, era forzar la negociación. Nada ha cambiado en ese sentido desde entonces.
Sólo, si el anuncio de la renuncia a la violencia y el alejamiento de ETA por “la parte de sí misma llamada izquierda abertzale” se produjera después de unas elecciones municipales, sin su participación, y con cuatro años por delante para comprobar la veracidad de sus intenciones, podríamos empezar a pensar en creerles. Pero es de temer que la trampa esté servida para quien desee fervientemente caer en ella. Permaneceremos atentos.
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